febrero 17, 2010

Otro cuento viejo

Hacía mucho que no escribía, y creo que por eso nadie dijo nada. Intentando ser optimista, me incliné por pensar que -para alguien que llevaba casi un cuarto de siglo sin tomar la lapicera- el resultado era bastante bueno y los había dejado mudos de impresión. O bueno, eso quería creer.

De todas maneras, no me detuve. Era como si de pronto se me hubiera caído la máscara y empezaba a sentirme un poquito más cerca de mí. Como sí hubieran abierto la reja de esta prisionera, por tantos años. Tarde me di cuenta de que me había entusiasmado de más, porque llegando a la página supe que no podría parar hasta haberlo acabado. Quizá porque no hacerlo significaba, en parte, no salir del todo y yo no quería. Estaba harta. No más, me repetía, y seguía escribiendo.

No supe en aquél momento qué hacían los otros. No me importaba la gente, por primera vez en mucho tiempo, y creo que muy en el fondo me maldecía por haber esperado a ser tan vieja para descubrir eso. Para convencerme de lo estúpida que había sido. En algún recóndito sitio de mi consciencia quedaba aún el recuerdo vago, vaguísimo, de aquél momento fatídico en el que decidí no escribir nunca más. La vida había sido sencilla desde aquél momento. Sencilla, pero a lo mejor también por eso frívola y vacía. Cada una de las palabras que herían el papel con los arañazos de mi pluma valía más -me daba cuenta- y era más verdad que todos los años que había vivido hasta aquél momento, convencida, idiotizada con que nada ganaba haciendo eso, que a mí me gustaba. La vida no es para disfrutarla, es para trabajar.

Al diablo con todo. Ya estoy vieja y la vida se me acaba, no me vengan con cuentos con moraleja. Desde ahora escribo YO.

Terminé con un trazo confuso, casi un rayón de niño. Qué extraño era reencontrarme con mi caligrafía, con el olor a tinta, con ese glorioso dolor en los dedos. Estaba orgullosa, aunque no estaba segura de lo que había escrito.
Con delicadeza tomé el papel y lo exhibí con pompa a los otros, esos que me hacían analfabeta, inculta y desinteresada. Esos que me dirigían miradas de repulsiva sorpresa, como esperando que en cualquier momento la hoja se me escapara de las manos y yo tartamudeara una disculpa por haber mentido que sabía. Una disculpa por ser mujer y por conocer el arte de las letras, que a su criterio les pertenecía.

Los miré con humildad, aunque en el fondo los desafiaba, carraspeando con aspereza para empezar a leer. Concluí con el pulso acelerado y la última frase aún agarrada a la lengua.
El hombre de peluca se levantó de su asiento tapizado.

Lo verdaderamente interesante -decretó observando a sus colegas con una sonrisa mal disimulada en los labios blancos- es que después de tanto tiempo vivido, todavía no lo he visto todo. Y créanme muchachos, yo he visto muchas cosas.

Los congresales parpadearon desconcertados; desde el sillón alto, el director me guiñó discretamente un ojo. Yo me reí para mis adentros, tal vez por el sarcasmo mal disimulado de la frase que nadie quería entender. Tal vez sólo porque tenía ganas de reírme.
Y a mis espaldas sentí que la vida se reía conmigo, que se rompía algo y que nacía otra cosa. Sentí que nada estaba concluido.

- Al fin y al cabo -oí quejarse a un joven ex-alumno a mi derecha- los viejos hacen lo que quieren.
- Porque podemos, hijo, porque podemos -le contesté yo-. Ya llegará tu turno, que no te apures por tenerlo.

Él no entendió, y yo sonreí. Ya le sobraría el tiempo.



Anna.

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