noviembre 25, 2015

Llueve. El delantal está mojado. Y las medias. Los zapatos no, porque te los sacaste, caminaste todo el camino hasta acá (desde que empezó a llover) sin zapatos. No era por un adolescente deseo de saltar en los charcos, de sentir la lluvia en los dedos. En realidad te molestó bastante mojarte, pero es tu único par de zapatos, y con esta lluvia el falso cuero podría desarmarse en un instante. Y entonces ¿con qué ibas a ir al colegio mañana? Tu mamá te hubiese mandado de zapatillas, sin entender que hay una profesora que pone notas por el uniforme, o que las zapatillas blancas con medias azules no combinan, o que qué vergüenza estar de zapatillas en medio de todas las otras chicas con zapatos.
No importa mucho ahora, los zapatos están secos. Igual que todos tus libros, que cuidaste del agua abrazando la mochila como a un tesoro. Tampoco nadie entendería por qué son tan valiosas todas esas carpetas, en las que pusiste tanto amor. Sí, amor. Hay amor en la tinta azul con la que escribiste el número en cada hoja, y en el subrayado rosa de cada título. Un amor que nadie podría entender jamás, y que necesita ser protegido de la lluvia.

Necesitás llegar rápido y ponerte a estudiar. El olor de las hojas rivadavia tiene algo que te tranquiliza y te ata a la tierra. Solamente ahí, entre todas esas letras sabés encontrarte a vos misma. Mientras colgás el delantal empapado sobre la bañera, se te cruza preguntarte a dónde habrán ido los otros. Por un instante mirás la sombra que se refleja en el espejo del baño y te parece entender, casi con la dolorosa claridad de tus apuntes del colegio. Vos sí podés entender esas cosas. No como ellos, que no entienden por qué te mojabas el pelo pero protegías las carpetas, o por qué tenías que volver en lugar de ir con ellos. Pero vos tenías que volver. Tenías que llegar, y sacarte la ropa, y mirarte al espejo y abrazarte las rodillas blancas y rechonchas y llorar un poco. Sí, tenías que volver y llorar sobre esos  mismos libros que venías protegiendo de la lluvia, tenías que ver la tinta correrse de la misma mano de la que con tanto amor antes las había dibujado. Tenías que volver, porque vos sí entendés que ellos se hayan ido juntos y te hayan dejado, manchita celeste de delantal sin paraguas en el umbral gris del colegio. Vos los entendés, aunque ellos no entiendan ni vayan a entender nunca por qué vos preferías mojarte las medias.



Anna.

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