febrero 09, 2017

Sonó un trueno mientras echaba otro madero al pequeño fuego. No tenemos ni un mango para comer y vos andás quemando la guita porque te hace un poquito de frío, comentó con desdén su compañero desde la esquina mal iluminada en donde se esforzaba por escribir con los dedos helados. Era principios de primavera, pero llovía con una cortina oscura y densa, con un agua que calaba hasta los huesos. Soplaba un viento frío como de invierno resistiéndose al trascurrir de las estaciones, y afuera la noche era cerrada como boca de lobo.

No le hizo caso y atizó la hoguerilla contemplando su chisporroteo alegre, soñando con el verano que ya estaba próximo. El invierno había sido crudo y habían trabajado poco, el tiempo de paz los mantenía a base de declaraciones de amor y recados cotidianos, recorridos cortos y mal pagos, muchas veces caminos desiertos y bajo la nieve. El verano, aunque no prometía mucho más a la bolsa, al menos albergaba la esperanza de las frutas con jugo dulce y dedos ligeros para la música. 

Casi podía sentir el azúcar en el paladar, cuando se escuchó el quejido agudo de la puerta vieja al abrirse, y una ráfaga fresca hizo peligrar las llamas naranjas. Una figura encapuchada se introdujo de sopetón en la tienda simple de cuatro paredes lisas, chorreando agua cual cascada por la tela oscura. Unas manos pálidas descubrieron bajo el embozo el rosto de una mujer de rasgos finos y la piel cruelmente blanca, los cabellos rubios sueltos en desorden a la espalda. Sonrió con la confianza de la intimidad, quitándose la capa mientras se acercaba al fuego. El hombre junto él la observó en silencio, reconociéndola.

Vos siempre elegís las mejores noches, señaló el personaje que continuaba escribiendo sobre una mesa enclenque. La mujer soltó una risa cantarina. Y vos siempre tan contento de verme, le dijo y se escurrió el pelo sobre el suelo de tierra. Les traigo un trabajito, añadió y su tono fue repentinamente serio. El escritor levantó entonces por primera vez la vista, y miró a la figura menuda junto a su compañero, que también la miraba, con una pregunta en los ojos. La mujer despedía una presencia extraña, reverente. 

Es un laburo denso y tiene que ser hecho con el mayor sigilo, explicó ella con un brillo filoso en los ojos. Tenía atada alrededor del cinto del vestido algunas bolsas de cuero; tomó una de ellas y la soltó en el piso frente a la mirada de los dos hombres. La bolsa hizo un sonido tintineante. No sé si me entienden –había bajado la voz.

¿De qué se trata? inquirió el escritor con cautela, observando la bolsa de reojo. Su compañero la tomó del suelo y la puso sobre la mesa. La mujer abrió otra de las bolsas de su cinto y sacó unos rollos de papel cerrados con cera. El sello azul era un blasón con un dragón. 

Una entrega, explicó. Unas. Cuatro en total. 

¿Dónde? volvió a preguntar el escritor. Ella no contestó; el reflejo de las llamas encendía sus ojos pálidos como su piel, casi transparentes. Afuera se escuchaba la lluvia. El escritor suspiró, entendido.

Ah… bien, estiró la mano para abrir la bolsa, y el brillo dorado del oro relampagueó a la luz del fuego. Los dos hombres intercambiaron miradas. ¿Hay un plazo?

Lo antes posible, dijo la mujer.

Está bien, aceptó el hombre. Nos encargamos nosotros.

Ella sonrió mostrando todos los dientes. Por un instante pareció una niña; luego volvió a su rostro aquella presencia lejana e imponente. Recogió la capa aún húmeda del rincón donde la había arrojado y se la puso con rapidez. 

Pero, Avy –llamó el escritor antes de que el rostro pálido desapareciera bajo el embozo- sabés que no tenés garantías de que los encontremos. A esta altura podrían andar ya en el fin del mundo, capaz que en el infierno mismo.

Avy se acomodó la capucha. Su sonrisa blanca se adivinaba en la oscuridad de la tela.

Confío en ustedes, dijo no más, y tras un nuevo chillido de la puerta, su silueta negra se perdía en la penumbra de la noche. La lluvia no amainaba.

Edgar. Llamó su compañero al escritor. Edgar, ¿estás seguro?

Mirá esta bolsa, comentó Edgar, aunque sus ojos vagaban perdidos entre las lenguas del fuego, con esa plata nos jubilamos para siempre. 

Capaz que nos matamos en el camino y no nos hace falta esperar la jubilación, contestó con amargura el hombre. Edgar soltó una risa franca. ¿Qué te pasa, Allan? ¿Te acordás que somos cuervos? Vivimos de esto y para esto.

Allan resopló poco convencido, pero resignado. Edgar se echó para atrás en la silla y puso los pies sobre la mesa, haciendo tambalear los tinteros. 

Meta, hacé más grande esa antorcha, que me muero de frío -protestó. Allan sonrió y echó otro madero al fuego.


Anna.

No hay comentarios:

Publicar un comentario