noviembre 25, 2013

La entrada del edificio tenía baldosas negras y un techo de vidrio a través del cual podían verse de noche las lucecitas navideñas encendidas en los balcones de los departamentos. Desde el séptimo piso, Sara lo miraba seducida por la altura. Se imaginaba saltando sobre aquella capa de sucia transparencia, los siete segundos de libertad absoluta en caída libre hasta desaparecer contra aquél vidrio en una límpida pintura de sangre, casi como un fuego artificial, feliz navidad para todos. Sin duda desde la galería se tendría la mejor vista, quien estuviera debajo podría admirar con detalle el delicado trazo de su obra de arte, el fino hilo rojo revistiendo lentamente las canaletitas obtusas del cielorraso, el feliz salpiqueo de las gotitas contra el piso, como una lluvia cálida de verano. Lo único que la hacía dudar de lo absoluto del salto era esto mismo, la imposibilidad de contemplar su propia obra terminada, la eterna incertidumbre del éxito último, el ego impune del arte supremo. 
Sara dudaba. 
De algún piso, más arriba o más abajo, sonaban alegres villancicos. La tarde tenía ese onírico color gris-azul que tienen los cuadros pintados en diciembre. 


Anna.

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