diciembre 22, 2012

Carta I

Querido amigo,

Es triste que en la primera carta se hable de despedida; aunque, si lo piensa un poco, coincida quizá conmigo en que no es esta la primera carta, o que en todo caso, toda primera carta es siempre la última. Además, cómo no hablar de despedida en esta época, en que las luces de colores en los árboles emiten siniestros destellos, asesinos destellos, recordándonos lo cíclico de terminar otra vez un año, las mismas luces, el mismo calor, la inmensa y a la vez tan minúscula rotación de las estaciones, de nuestra vida que se viene y se va siempre igual.

Usted sabrá entenderme: conoce de mí mi triste afición por desentrañar los largos laberintos circulares por los que caminamos sin rumbo, especialmente en diciembre, ¡ah, diciembre! cuando creíamos haber divisado tierra al fin, y de pronto esta se nos desvanece cual alucinación de la sed, la sed del alma, amigo.
Usted sabrá.

¿Y qué más? Decía que he escrito para hablar de despedida. ¡Ah, amigo! Sólo Dios sabrá cuánto anhelo los extraños fetiches que hicieron de nosotros un espejismo de felicidad por tantos años... pero me hago vieja y usted también, lo siento en el alma y lo veo en sus ojos. No me malentienda: sé que me guarda en gran estima. Pero ¿será quizá suficiente?

Vea, le he escrito una carta y usted la ha leído. La ha leído y ha sonreído, porque sabe que en el fondo soy incapaz de redimir ciertos vicios. Querido amigo ¿qué nos ha pasado?
¿Quién es, pues sino, usted que lee mis palabras sin contestar, sin apenas sentir? ¿Quién es el de sus ojos que me mira como se mira a un recuerdo, como se escucha a una poesía? ¡Aún hibernando y envejece dejando que llegue diciembre, con su barrido triste del tiempo, sin florecer en la piel del verano!

Amigo, qué viejos estamos.

Sabrá entender, espero, o no, aunque no me quede ya nada más por decirle, salvo que destruya esta carta y la eche por siempre al viento.

Así podré ser por siempre suya,
melancólicamente suya,
y para siempre perdida,

Anna.

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