Afuera se arremolinan nubes como de lluvia. La ventana contra la que vas apoyado está a penas abierta y hay un hilo de aire húmedo que te promete una buena noche para tomar café y leer. No te importa que sea viernes. Llegás por fin al departamento y ponés a hervir el agua. Hay una cafetera eléctrica en un costado, que no usás hace tanto tiempo que quizá ya no funcione. Te la regaló tu hermano, que sabe de tu afición al café por sobre todo. La usaste una sola vez, una noche como la de hoy, pero hace muchos años. Aunque ese departamente no es realmente tuyo, estás mejor que en tu casa. Abrís el ventanal del balcón, ves algunas luces prenderse en otros departamentos, otros ventanales que se abren. El libro ha quedado semi abierto sobre la mesa, las hojas se desordenan con el aire que entra.
En otra época te hubiera parecido una herejía gastar un viernes encerrado. Te acordás que era Sofía la que prefería estas cosas, y vos te burlabas tanto de ella por eso, aunque ya de grande y a lo mejor queriendo un poco sucumbiste a su afición. Ahora, que más que nunca sentís cómo cada parte de tu cuerpo irradia una virilidad implacable, te dan ganas de quedarte encerrado, escribiendo, leyendo, oliendo el café que ya se enfría sobre la mesa junto a tu libro, junto a tu noche de viernes y junto a ese nombre que pasa volando como ventisca de otoño sobre las hojas y se pierde en un recuerdo lejano, casi como el recuerdo de un sueño.
Anna.
Abril, 2015
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