La magia de Cielorojo es violeta, como sus ojos.
Sentado en la cama, Krygon la mira dormir; todavía desde la inconsciencia del sueño, Cielorojo es Cielorojo. No hace tanto calor, pero duerme destapada, sus pechos insolentes apuntando al cielo nocturno, su melena rubia esparcida como un charco dorado por la almohada. Krygon le pasa el dedo índice por su frente pálida, por la nariz, y se levanta antes de llegar a su boca, a los labios violetas de Cielorojo que suspira en sueños.
Hace días que no puede dormir y no sabe por qué. Aunque no hay nadie más que ellos en la casa, se viste para salir a la salita, cruzar la salita y encontrar la bota con agua sobre la mesa junto a la cena a medio comer, junto a los platos sucios con la cena de varios días atrás. Por la ventana entra la luz de la luna, que se ve gorda y clara sobre la torre del bastión de Dalaran, y Krygon toma largos sorbos de agua que se le escurren por el mentón y luego por el pecho, sin mirarla. La puerta de la habitación del otro lado de la salita permanece cerrada. Aunque Cielorojo ha insistido, no ha podido volverla a abrir. Sabe que no hay nadie, que ya no hay nadie, ni lo habrá, pero igual no puede acercarse y abrirla, simplemente abrirla y no encontrar. No encontrar nada. Prefiere dejarla cerrada e imaginar una cascada de pelo color amanecer bañando las sábanas de colores, como la vio tantas otras noches con una luna igual.
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