febrero 22, 2010

La idea era no existir. No existir… aunque el concepto iba un poco en contra de los principios que siempre quise que fueran míos. Los sigo deseando, de vez en cuando, de lunes a viernes, de ocho a doce. Los fines de semana un poco más. Sólo cuando me siento sola.

La idea era no existir, pero era un concepto tan abstracto –o tan concreto, no sé- que no me cabía en la imaginación. Y así y todo, lo deseaba. Deseaba, necesitaba perderme. Lo que fuera por no sentirme como me sentía.Y hasta tenía un plan. Sí, un plan para no existir. Y no era precisamente matarme, porque en la cabeza, al menos, me cabía otra vida, otra existencia. Y yo quería no existir.

Así que el plan, básicamente, era dejar de ser yo. Fácil, en un mundo tan lleno de caras para imitar. En un mundo tan llenos de máscaras, y máscaras de máscaras. Te juro que lo intenté… Pero cada vez que me ataba el nudo a la nuca, vos aparecías de sorpresa para, entre broma y broma, dejármelo caer de nuevo. Vos y tu estúpida manía de ser optimista. Vos y tus estúpidos besos pegajosos. Vos y tus estúpidas versos robados. Vos y vos y vos.

Porque yo quería no existir, sólo para escaparte. Y por vos que no puedo hacerlo.

A la mierda con todo. Me dejaste sin plan, sin ganas, sin mí y sin vos –a veces pienso que lo haces de gusto-. O me vas a decir que fue sin querer que me dejaras. O me vas a mentir, que todavía pensás volver. O me vas a devolver mis ganas de perderme, para no tener que pensar en vos nunca más.

Ya sé, es mi culpa por no querer olvidarte. Eso me vas a decir.

Y yo me voy a quedar pensando cómo hacer para no estar aquí. Para desaparecer de todos lados. En definitiva… para no existir.



Anna.

Antes

Vi que era una plaza, como tantas otras plazas. Y en ella había un columpio, como tantos otros. En el columpio había una niña que se reía. Como tantas otras niñas que se ríen. Como solías reírte vos.

Me pregunté entonces por qué cuando pude no me hice pequeño y enterré en tu zapato. Por qué no te arranqué esos pedazos de atardecer que guardabas en tu bolso de peluche y ni me los quedé para recordarte ahora.

Imaginá mi sorpresa cuando levanto los ojos y una niña me ofrece su columpio con aire de superioridad. Yo la miro, inquisitivo, y sonrío pensando en vos…

Mi mundo diminuto se expande para abarcar una plaza más, como tantas otras plazas; esta plaza, este columpio, esta niña. Este atardecer con olor a usado. Como tantos otros atardeceres. Y esta sonrisa nacarada de niña que ya creció.

Es cuando me miro las manos y me doy cuenta… cuántas arrugas han dejado los años. Y, medio aturdido, me encuentro sin saber cuándo se me han pasado.




Anna.

febrero 20, 2010

Jugar por jugar



Y jugar por jugar
sin tener que morir o matar,
y vivir al revés
que bailar es soñar con los pies.



Joaquín Sabina

febrero 17, 2010

Esencia

La poesía corre por mis venas, como la sangre.
Soy venas.
Soy sangre.
Soy poesía.

Somos poesía de Dios.

Anna.

Excusas, excusas...

Porque no puedo ser como una persona normal.
Porque no tengo la cabeza chata, porque no puedo dejar mis pulgares olvidados en la mesa de luz cuando me levanto para no tentarme de acariciarte la mejilla.
Porque si al menos tuviera el cuerpo menudo, los labios de muñeca barbie -o sea, de plástico- la sonrisa pintada al óleo y la mirada vacía. Porque los pechos que te llenan tienen poco de mí.
Porque cargo todo esto adentro... todo esto, como el peso de algo que no es mío, y estoy obligada a llevar. Como las semillas de esta mandarina que con frustración tiro contra la pared despintada del patio.
Porque no puedo terminar nada, porque no puedo volver a empezar. Porque odio las despedidas y los cambios de estación.
Porque mi cerebro no funciona como el de los demás. O eso me han dicho.
Porque desenterré esta rosa amarilla que había enterrado de chica y ahora vuelve a mi por venganza. Porque no nací para andar suelta de esta manera.
Porque me pierdo.
Porque me da miedo.

A lo mejor por todo eso... a lo mejor por eso no termino de entender cómo ser feliz.



Anna.

Feelin' lonely

Como dos amatistas, aún desde tan lejos, sus ojos saludándome de noche. Perdida en la floreada soledad de la sociedad sintiéndome como un pecesito amarillo en su burbujita de cristal almidonado, sola, sola, siempre sola.

Como ese grillo con insomnio que me asola en sueños, sin cansarse de llorar. ¿Por qué llora el grillito? ¿Será que perdió a alguien, alguien que se inventó? Y al despertar se dio cuenta de que nunca había existido. Él y yo, llorando por lo mismo, separados por una pared, el idioma y un metro sesenta de estatura.

Una cascada amarga, amarga, un ruido sin rima ni ritmo. Tus ojos amatista. Tus ojos que no existen.
Y yo sola, sola... siempre sola.



Anna.

Otro cuento viejo

Hacía mucho que no escribía, y creo que por eso nadie dijo nada. Intentando ser optimista, me incliné por pensar que -para alguien que llevaba casi un cuarto de siglo sin tomar la lapicera- el resultado era bastante bueno y los había dejado mudos de impresión. O bueno, eso quería creer.

De todas maneras, no me detuve. Era como si de pronto se me hubiera caído la máscara y empezaba a sentirme un poquito más cerca de mí. Como sí hubieran abierto la reja de esta prisionera, por tantos años. Tarde me di cuenta de que me había entusiasmado de más, porque llegando a la página supe que no podría parar hasta haberlo acabado. Quizá porque no hacerlo significaba, en parte, no salir del todo y yo no quería. Estaba harta. No más, me repetía, y seguía escribiendo.

No supe en aquél momento qué hacían los otros. No me importaba la gente, por primera vez en mucho tiempo, y creo que muy en el fondo me maldecía por haber esperado a ser tan vieja para descubrir eso. Para convencerme de lo estúpida que había sido. En algún recóndito sitio de mi consciencia quedaba aún el recuerdo vago, vaguísimo, de aquél momento fatídico en el que decidí no escribir nunca más. La vida había sido sencilla desde aquél momento. Sencilla, pero a lo mejor también por eso frívola y vacía. Cada una de las palabras que herían el papel con los arañazos de mi pluma valía más -me daba cuenta- y era más verdad que todos los años que había vivido hasta aquél momento, convencida, idiotizada con que nada ganaba haciendo eso, que a mí me gustaba. La vida no es para disfrutarla, es para trabajar.

Al diablo con todo. Ya estoy vieja y la vida se me acaba, no me vengan con cuentos con moraleja. Desde ahora escribo YO.

Terminé con un trazo confuso, casi un rayón de niño. Qué extraño era reencontrarme con mi caligrafía, con el olor a tinta, con ese glorioso dolor en los dedos. Estaba orgullosa, aunque no estaba segura de lo que había escrito.
Con delicadeza tomé el papel y lo exhibí con pompa a los otros, esos que me hacían analfabeta, inculta y desinteresada. Esos que me dirigían miradas de repulsiva sorpresa, como esperando que en cualquier momento la hoja se me escapara de las manos y yo tartamudeara una disculpa por haber mentido que sabía. Una disculpa por ser mujer y por conocer el arte de las letras, que a su criterio les pertenecía.

Los miré con humildad, aunque en el fondo los desafiaba, carraspeando con aspereza para empezar a leer. Concluí con el pulso acelerado y la última frase aún agarrada a la lengua.
El hombre de peluca se levantó de su asiento tapizado.

Lo verdaderamente interesante -decretó observando a sus colegas con una sonrisa mal disimulada en los labios blancos- es que después de tanto tiempo vivido, todavía no lo he visto todo. Y créanme muchachos, yo he visto muchas cosas.

Los congresales parpadearon desconcertados; desde el sillón alto, el director me guiñó discretamente un ojo. Yo me reí para mis adentros, tal vez por el sarcasmo mal disimulado de la frase que nadie quería entender. Tal vez sólo porque tenía ganas de reírme.
Y a mis espaldas sentí que la vida se reía conmigo, que se rompía algo y que nacía otra cosa. Sentí que nada estaba concluido.

- Al fin y al cabo -oí quejarse a un joven ex-alumno a mi derecha- los viejos hacen lo que quieren.
- Porque podemos, hijo, porque podemos -le contesté yo-. Ya llegará tu turno, que no te apures por tenerlo.

Él no entendió, y yo sonreí. Ya le sobraría el tiempo.



Anna.

Cuando das cartas al tiempo

Cuando das cartas al tiempo.
Cuando ya perdiste una historia.
Cuando no volvías.

Y sin embargo… sin embargo yo nunca pude hacerlo. Nunca pude huir.

Tenía una guitarra que olía a viejo, a gastado,
Y la voz del juez.
Una avanzada de soldaditos de plomo.

Y sin embargo, lo que yo más quería… lo que yo más quería, era un violín.

Solo todos los días.

Como quién busca un atardecer de girasoles.

Como quién no tiene nada que hacer.

Y yo como una imbécil intentando escribir.

Siempre te amé.




Anna.

Nando

Ojos grandes. Grandes y negros, dos pozos sin fondo.

Pelo lacio y negro. Voz grave, risa fácil, labios gruesos. La nariz como la curva de una montaña rusa que termina en tu boca. La expresión de las cejas como de quien sabe qué decir, como de quien está seguro. O finge estarlo.

Espalada ancha, hombros firmes. Manos grandes. Manos que acarician. Manos que besan. Esas manos que siempre supieron encontrar las mías.

Violín, guitarra y piano. Sabina, Serrat, Silvio y de vez en cuando Ismael Serrano. Una partida olvidada de dados sobre la mesa para besar de punta a punta tu almohada. Tu piel siempre más oscura, siempre más caliente.

Una noche de película, pizza y amigos.

Ese sentimiento camuflado en tu mirada chocolate.

Y esta niña que te mira con los ojos encendidos. Esta niña sola que te exige un cuento de hadas, medio con con tono de auxilio mal disimulado.

Un verso salido de una canción muy vieja, que nadie se acuerda, sólo vos.

Un principio, una vuelta, un fin. Otro comienzo. Y cruzando de esta esquina mi alma envuelta en papelitos de colores, lista para ponerla bajo tu arbolito.

Sólo para vos.

Te amo.



Anna.

MI hermana

Bajé las escaleras corriendo, intentando no llorar, enjugándome las lágrimas antes de que cayeran, para evitar que corriesen el maquillaje. Para que nadie se diera cuenta.

Bajé las escaleras corriendo, sin pensar que encontraría a alguien. Pero allí estaba ella, con su vestido rosa chillón, como para no llamar la atención de nadie. De la sorpresa, me tragué el llanto de golpe, aunque ella ya se había dado cuenta de que algo pasaba.

No me preguntó. Nunca preguntaba. Me tomó de la mano con aire indiferente, y me llevó lejos de la fiesta. Afuera. Allí el cielo brillaba, perlado de estrellas. Deseé ser una de ellas, y estar ajena a todo esto. Estar lejos. Huir.

- Si mirás tanto para arriba se te va a acalambrar el cuello. – Me dijo, y se dejó caer en un banco a un costado. Yo me senté a su lado.
- ¿Está aburrida la reunión? – inquirí, como para hablar de algo y no pensar en mí.
- Sí. – Me contestó casi en un murmullo. Yo la observé de reojo y con horror me di cuenta de que ella también había estado llorando.
- ¿Ha pasado algo? – pregunté con cautela - ¿Pelearon?

No contestó. Ni me miró. Pero supe por su cara que había sido así. Con un suspiro la abracé y la estreché contra mí.

- ¿Y si nos vamos a la casa? – propuse a media voz – Tengo helado. Y galletas. Y Moulin Rouge.
- Me parece un buen plan – repuso ella, y ahora noté que se estaba conteniendo de nuevo. Me puse de pie de un brinco y le tendí las manos. Ella no las tomó, y se levantó por sí misma. Me dirigió una mirada despectiva y yo me reí.
- Tonta.

Ella esbozó una sonrisa torcida, y juntas nos encaminamos por el caminito de grava. Ya habría tiempo después de disculparnos por irnos sin saludar.

Tal vez porque nos une ese incomprensible lazo de sangre, que la mayoría de las veces uno olvida. Tal vez porque nacimos casi al mismo tiempo. Tal vez porque las heridas que otros nos hicieron nos obligaron a curarnos entre nosotras. Tal vez porque simplemente debía ser así y así es.

Lo único que puedo afirmar con certeza es que jamás alguien mereció tanto un título otorgado por el azar.

MI hermana.






Anna.

Amigos

Sólo agarrar la lapicera, y empezar a escribir. Sólo eso.

Y sin embargo, cuando pensaba qué escribir, las palabras se me iban en canciones, y las canciones en recuerdos, y los recuerdos en sentimientos sin nombre.
Sólo agarrar la lapicera…

Fue como ir cuesta arriba. Como subir una escalera que parecía que no se acababa nunca y a veces –muchas veces- daban ganas de solamente echarse al suelo y llorar, y llorar… Pero entonces, desde un escalón más arriba, alguno me tendía una mano y entre risas me recordaba que no era yo la única del problema. Aunque a veces lo creía así –tantas veces-.

Es una relación rara. Como de conexión. Una aceptación muda e inconsciente. Una certeza infundada, una sonrisa sin razón, una calidez en el alma como por arte de magia.

Eso es tener amigos.
Que si necesitas hablar… ¿Estás bien? ¿Qué pasa? Gracias. Fue genial eso. Estás linda hoy. ¿Dónde te habías metido? Te extrañé. ¡Por eso te quiero!

Para siempre, ¿no?

Tantas cosas. Tantas caras. Tantos nombres.

Un beso, un abrazo, una sonrisa. Una lágrima. Todo lo aprendí de ellos, de ustedes. A lo mejor yo hasta enseñé algunas cosas también. Con cada uno de mis amigos compartí una parte distinta de mi alma, y sólo con dos mi alma entera.

Las palabras se me fueron en canciones…

Canciones inventadas, chicos lindos, problemas de matemáticas y cuentos de hadas. Un baile pintado con acuarelas. Sal teñida de colores. Días sin noche y fiestas mojadas. Tierra Media a la vuelta de la esquina.
Las canciones en recuerdos…

Cuando lloré por él, estuviste ahí. Cuando sonreía como una tonta, estuviste ahí. Cuando hablaba locuras, estuviste ahí. Cuando aprendí a dibujar estuviste ahí. Cuando escribí el primer poema, estuviste ahí. Cuando el final de esa serie me rompió el corazón, estuviste ahí. Cuando necesitaba una lapicera, estuviste ahí. Cuando jugábamos a las súper gemelas. Cuando cantábamos a los gritos y no atendíamos ni la puerta y el teléfono. Cuando le dedicábamos canciones a personas secretas y escribíamos sus nombres en clave. Cuando nos convertimos en defensoras del árbol. Cuando estaba completamente sola. Cuando aprendí a enseñar. Cuando se me enredaban los pies con ese paso imposible. Cuando nos perdimos en Buenos Aires. Cuando nos caminamos medio provincia por una parada de ómnibus. Cuando escuchábamos como zombis ese piano mágico, en ese barco salido de un sueño. Cuando mi mp4 no tenía pilas en esas ocho horas de aeropuerto. Cuando necesité un hermano mayor. Cuando me caí del esquí y no me podía parar. Cuando esas mujeres locas quisieron hacernos daño. Cuando jugábamos a las sardinas, al pictionari, al truco y al uno. Cuando nos perdimos por el teatro una tarde aburrida. Cuando compartimos una botella de agua y nos hacíamos los borrachos. Cuando no podía matar a ese orco nivel uno.


Los recuerdos en sentimientos sin nombre.

Porque para cada uno tiene un nombre distinto.

Para cada uno… una parte de mí.



Anna.

Gustavo

Te veía con estos ojos de niña y no entendía. No entiendo. Aunque, hay algo de mágico en no entender. Algo de mágico y algo de miedo.

- Bienvenida al juego –me decís, y parece que me estás diciendo “bienvenida al mundo”. Y yo que siempre hasta entonces había vivido en las nubes. O bajás, o bajás, que no sabés de lo que te estás perdiendo. Ja, sí, siempre me perdí de algo.

Y vos que siempre te quejabas de viejo... si a veces parecía que la vieja era yo, cuando vos te matabas de risa y yo dudaba. Lo que daría por quitarte de encima unos cuantos años y cargármelos al hombro para usarlos de vez en cuando.

Es muy loco, ese mundo tuyo. No lo entiendo. A veces quisiera que en lugar de pedirme que baje, te vinieras volando hasta aquí. A veces me pregunto si no te lastima, tanto mundo, y me preocupo por vos… que después te dejás ver con ese asomo de sonrisa abrillantada en la comisura de tus labios secos para convencerme de que no es así.

No es así, no es así, no es así.

Definitivamente, de algo tuve que haberme perdido.

De todas formas, sé que por más que nunca termine de bajar del todo, podemos estar cerca. Podemos, lo estamos. Creo.

Sólo hace falta tu meñique, el mío, y ganas de estirar los brazos. Ganas. Ganas de ser yo, ganas de ser vos, ganas de querer llevarnos bien. Ojalá nunca seas tan viejo como para perder las ganas de eso. Ojalá nunca lo sea yo.

No sea que dejes de llamarme nena, y entonces yo me dé cuenta que de verdad lo soy. Siempre lo fui.

Te quiero.



Anna.

Palabras vacías

No quiero hablar como la gente grande. No quiero hablar, ni ser nunca como ellos. Quiero crecer, pero no quiero ser nunca una persona grande.

Las personas grandes creen que lo saben todo. Hablan del amor como se habla de política, del amor como se habla de cuánto subió el precio del arroz, del amor como se habla de una materia pendiente.

Creen que lo saben todo, porque se han acostado una y quinientas veces, porque han visto cosas que a los más chicos no nos dejan ver, pero que imaginamos.

Después, cuando se aburren, te prohíben enamorarte. Te matan el amor a hachazos y todo porque a ellos se les ha muerto, seco y marchito, desde que la piel se les derrama y les ocupa todo el colchón.

No quiero ser nunca así. No quiero enlatarte y meterte debajo de la cama para sacarte cuando tenga ganas. Eso no es amor.

Amor es mezclar palabras, sudor y saliva. Amor es nuestros secretos, tu sarcasmo y mi risa. Amor es la cama que a veces compartimos, pero no es sólo eso. Amor es saber que estás ahí. Amor es saber que estoy aquí, y que estoy pensando en vos. Amor es recordar tu boca, tu olor, tus manos, pero es también recordar como cantás, tus chistes y la cara que ponés cuando algo te molesta.

Para la gente grande, amor es sexo y se puede amar sin saber qué tipo de beso le gusta más a la otra persona. Para ellos se puede amar por una noche, y luego despertar. Yo también puedo amarte por una noche ¿sabes? Pero vas a saber que lo mío es amor, porque jamás me voy a olvidar de vos, y tu fantasma volverá para atormentarme cuando no estés y yo quiera estar con alguien.

Amor es mirarte y que tu mirada me cuente sin palabras que me querés. Me querés y yo te quiero, y nuestro amor es tan fuerte que aún con la ropa puesta se siente el calor que irradia la piel.

No quiero ser una persona grande. Porque las personas grandes se cansan de amar. Se cansan y para colmo le hacen mala propaganda al amor. ¿Y qué saben ellos?

Quedate conmigo un rato más, quedate conmigo para siempre. Y que ese rato sea eterno, ya vas a ver, no vamos a crecer nunca. Congelaré tu mirada en mis ojos, para recordarte cuando ya no sepas, como se siente esto de besarte por primera vez.

Voy a colgar esta primavera en mi ventana para que no se me olvide, y tenga una razón para sacarte las manos de los bolsillos cuando te estés empezando a aburrir.

Y cuando ya no tenga qué darte…
…cuando no tenga qué darte, me inventaré de nuevo, para que no te vayás.

Quedate conmigo.



Anna.

Síndrome

Máscara triste. Ojos como pozos de recuerdos. Misteriosa fascinación, esos ojos. Como algo cercano y lejano al mismo tiempo. Como nada y todo en una mirada.
Piel de sal. Sombras perdidas entre las páginas de un Alan Poe resucitado para ser mujer. Máscara triste. Corazón de hoja caída. Un eterno invierno.

Máscara de azúcar. Pura sonrisas mudas. Palabras suaves, a penas una brisa. Un copo de nieve que se deshace en suspiros. Un caramelo de dulce de leche. Un gusto a miel en los labios color canción. La promesa de una primavera envuelta para regalo. Máscara de azúcar. Y mil pedazos de sueños cosidos en forma de abanico.

Máscara salvaje. Un mar rojo. Una tormenta impredecible. Un cuento sin final. Una selva viva. Deseos que rebalsan de un vaso demasiado pequeño. Una corriente eléctrica que atrapa e hipnotiza. Una llama azul y naranja con forma de guitarra y voz como un eco encarcelado gritando por salir. Una máscara explosiva.

Máscaras colgadas en el armario de un dado de infinitas caras.

Un verso, una máscara de poesías. Yo.



Anna.

Juguetes rotos

Un relámpago iluminó por un momento la habitación oscura. Oscura y vacía.

Vacía de gente, pero llena. Llena de sombras. Recuerdos que se arrastran por las paredes como delincuentes en la noche de la memoria. Recuerdos que se prenden de los restos abandonados de una infancia sin nombre.

Un relámpago en el espejo. Y a su alrededor una habitación que agoniza.

Una tormenta de soledades que golpea la ventana. Siempre lo han hecho, pero hoy… El agua de un olvido ajeno se escurre como quemando la piel de madera.

El soldado se ahoga en su uniforme gastado, en sus botas y en su sombrero cubierto de polvo. No sufre, porque no se acuerda. No se acuerda que fue héroe en tantas guerras, no se acuerda que existe un mundo más allá de su ataúd. No se acuerda cuántas veces ha muerto, porque no se acuerda que ha vivido. Su cara de plomo es una melancolía indiferente. Ya no se acuerda porqué la tiene así.

El oso de felpa está ciego de un ojo. Era el ojo que daba a la ventana. Desde que no tiene más su ojo, se ha resignado a no ver nada. El sol era la única realidad para él, y ya no está. El oso de felpa se rehúsa a mirar hacia adentro. Adentro sólo quedaron el polvo y el olvido. No hay nada dentro que el oso de felpa quiera ver. Con su ojo, se ha perdido todo lo que le quedaba. A veces le dan ganas de arrancarse el otro. Ya no lo quiere. Pero siempre cambia de opinión. No quiere admitirlo, pero aún no se ha rendido. Muy dentro de su corazón de goma espuma, aún cree que los días de sol pueden volver. Ni siquiera pide que le devuelvan su ojo perdido, arrancado, robado. No, ni siquiera eso. Sólo quiere que lo sienten al revés. Si pudiera sentarse al otro lado, podría ver por la ventana con su otro ojo. El oso de felpa todavía tiene esperanzas.

El tren, los ladrillitos, la pelota, las bolillas. El silencio que sólo puede provocar la muerte. Un silencio eterno. El silencio de los vivos que ya no tienen ganas de vivir. El silencio de uno más que cerró la puerta para matar su infancia. Un silencio de muerte.

Ella aún espera que él vuelva. Lo amaba, lo amaba sin remedio. Ella siempre lo amó, aunque él nunca la quiso. O tal vez sí, pero nunca se atrevió a tocarla… demasiado frágil. La porcelana es demasiado frágil. Sus rizos rubios parecen canas. Ha pasado mucho tiempo. Pero sus ojos de vidrio todavía tienen su imagen grabada en el fondo de sus pupilas azules. Ella siempre lo amó. Y la inconsciencia, o la locura, la hicieron creer que podría ser más que una muñeca. Nunca pensó que él podría buscar alguna vez algo más allá de su mundo de fantasía. Más allá de ella.

Un relámpago iluminó por un momento la habitación oscura. Oscura y vacía.

Su cara es dura e inexpresiva, qué no daría por poder llorar. Pero en una habitación oscura y vacía, las lágrimas pueden correr sin avisarle a nadie, sin que nadie las vea. El corazón duele, y no hace falta tener ojos para llorar. La muñeca de porcelana llora. Porque él ya no está. Porque él ya no vuelve. Porque él se enamoró de otra.

Porque él se enamoró de la realidad.

La muñeca de porcelana llora… Y nadie la ve.




Anna.

Volvé

El recuerdo de tus zapatos golpeando el piso de madera al bajar las escaleras. El olor de tu desodorante atrapado en las sábanas deshechas. El golpe que dio la puerta y sonó a un espejismo de vidrio y sangre incrustándose en mí.

En mi cabeza. En mis oídos. En mi boca.





Gusto a vidrio. Gusto a sangre. Gusto a puerta que se cierra.

Las manos frías que ya no saben cómo calentarse. El corazón atado a la cama esperando verte aparecer. Delirio. El castigo de una rutina odiosa que esclaviza. Comer, dormir, extrañarte. Comer, dormir, extrañarte. Comer, dormir, extrañarte…

El vacío de muchas caras y en ningún lado la tuya.

Todos fingen no verme, para no tener que sentirse mal por mí. No quiero que me consuelen, sólo quiero huir. Correr a tus brazos para que vos me consolés. Para contarte que ahora que vos no estás y la vida deja de ser un cuadro de Picasso para tener algo de sentido, ya no quiero que lo tenga.

Sólo te quiero a vos.

Volvé.



Anna.